Mensajepor dejedi-M » 29 Dic 2007, 21:15
Hacía más o menos mil siglos que no escribía un cuento.
Érase una vez, en una gran ciudad, una niña muy pequeña. Y más pequeña aún si somos concientes de lo colosal que es un edificio al lado de un niño. De su mundo se habían extinguido ya todos los seres fantásticos y maravillosos que los magos de la palabra crearan hace tiempo para hacer que los niños de todo el mundo pudieran vivir su infancia como les correspondía. En su lugar, había quedado una fina capa de polvo grisáceo cubriendo cada página de cada libro, porque todos los niños de su mundo –creía ella- tenían sofisticados robots y máquinas que podían proporcionarles toda la emoción del mundo en la palma de la mano, y mil cosas más.
La niña tenía padres, pero sabía que ella era hija de la desesperación y el desamparo, de modo que cada tarde salía a la calle. Le daban miedo las paredes porque no se acababan nunca, mirara donde mirara; y sentía pavor por los árboles, porque o bien parecían de plástico, o bien podía escuchar sus gritos agónicos y claustrofóbicos; además, había por todas partes horribles carteles que también la atemorizaban: mostraban imágenes de personas sin mirada que siempre sonreían. Y es por todos bien sabido que las personas sin mirada no saben sonreír.
Y por todas partes la niña encontraba órdenes y más órdenes, voces autoritarias que la mareaban y que no tenían nada que ver con la risa de un hada; hombres acartonados, atrincherados en sus trajes negros, grises o azul oscuro, que no se parecían nunca en nada a un elfo o ni siquiera al tierno abuelo que le contara historias; y veía rodillas de mujeres, todas perfectas, de marfil o porcelana, con piernas igualmente perfectas hasta la mitad, donde comenzaba una superficie, siempre perfecta y lisa, de cualquier color sin vida, que acababa en un vientre plano encogido en una camisa escotada y unos labios perfilados que, desde su corta altura, sólo veía cuando, en un acto de suprema amabilidad, se le acercaban a preguntar, tanto, que olía el café y los complejos de su aliento. Y nunca veía niños, sino personas serias como las mujeres y los hombres de la calle, en miniatura, como imitaciones baratas, sin risas y sin manchas, y sin mirada. Niños que no tenían nada que ver con los niños que zurcían el mundo de las hadas con sus alegrías y sus canciones y su risa.
Y a veces veía abuelos, y abuelas; ella sabía desde su pequeñez que a las personas mayores las llevaba un autómata de blanco hasta un depósito donde dejaban que se marchitaran y pudrieran: en el mejor de los casos, un lugar lleno de falsas sonrisas sin ojos. Los abuelos y abuelas que veía, los que estaban fuera, no eran más que un vaticinio para los hombres y mujeres rígidos y semi-perfectos que paseaban a su lado: eran una versión suya en viejo, como la sutil advertencia de que el tiempo sí pasaba: una versión que intentaba camuflar las arrugas ahogándolas en alcohol y que se consolaba pensando que todo podría haber sido peor. “Acabaréis así, como nosotros”, parecía chirriar su piel apergaminada.
La pequeña veía todo aquello, y sentía miedo, pánico, horror, pavor; pero no decía nada. Porque ella tenía una misión más importante.
Ella era una niña, y todos los niños y niñas del mundo tienen grandiosas misiones cuando nacen, aunque pocos se acuerden de buscarla más tarde; y ningún niño sabe cuál es su misión. Y, aunque alguien que busca no siempre es alguien que encuentra, ella tenía la certeza de que lo encontraría.
Érase una vez, en una gran ciudad, una niña muy pequeña. Y más pequeña aún si somos concientes de lo colosal que es un edificio al lado de un niño... La pequeña continuaba su búsqueda – incansable como sólo saben serlo las criaturas tempranas.
Aquella tarde había dudado si debía salir de casa; hacía frío y el cielo estaba muy encapotado, como triste. Todo a su alrededor adquiría un brillo mortecino, una luz apagada, melancólica. Se había arrodillado en un banco de piedra, apoyando la cabeza en el respaldo; y aquella piedra algún día había sido blanca, pero aquel día estaba ya cansada de vivir inmaculada y se había unido a la fiesta gris y fantasmal. De pronto, se iluminó su mirada –ella conservaba los ojos llenos de expresión y curiosidad, siempre chisporroteando esquirlas de magia.
Nevaba.
La nieve le quemaba las mejillas y se quedó embelesada observando el cielo, preguntándose si las estrellas seguirían allá arriba, detrás de tantas capas de tristeza. No se dio cuenta de que empezaba a dolerle el cuello por mirar hacia arriba, ni tampoco del frío que le traspasaba los huesos silbando, porque estaba absorta en su contemplación; pensaba en todas las historias de fantasía que había oído o leído y que nadie más que ella conocía ya. En ellas, la Luna y las estrellas podían hablar con los niños.
-Hola, estrellas. Vosotras brilláis solas... ¿No tenéis niños que os hagan compañía? ¿No tienen los niños estrellas que los acompañen? –susurró.
Ya no esperaba respuestas de las estrellas. Sólo hablaba con la Luna. Posó la vista en un copo de nieve que parecía más níveo que el resto. Siguió su trayectoria con toda la atención que podía dedicarle: trazó un tirabuzón perfecto e irreal en el aire, antes de caer con sencillez. Una estrella debía haberle contestado.
***
Érase una vez, en una gran ciudad, una niña muy pequeña. Y más pequeña aún si somos concientes de lo colosal que es un edificio al lado de un niño... La niña creía aún en las hadas, los elfos, los duendes, los unicornios y todo tipo de criaturas maravillosas; en las brujas, las hechiceras, los secretos de las pirámides y los seres mágicos de los caminos; creía que podía hablar con la Naturaleza, con el Viento, el Sol, la Luna y las Mareas. Era la única. Pero este entrenamiento previo no le habría servido de nada ni siquiera aunque hubiera leído sobre tantas criaturas durante años;
...porque el copo de nieve había caído en el centro de la palma de la mano de alguien que ahora la miraba a los ojos sin pestañear, sonriendo; porque era una Mano en mayúsculas, tan blanca que la nieve más blanca parecía gris a su lado; porque le reían los ojos, traviesos, aniñados, mágicos; porque supo que le seguiría al fin del mundo si se lo pidiera.
***
Y parecía que le leía el pensamiento, como quien coge un libro abriéndolo al azar y ese día el azar está de su parte, como quien lee el periódico por la mañana, como quien aprendió a leer las miradas de quien aún miraba en vez de ver: Así se conocían. Porque él había caído de una estrella lejana, y ahora brillaban desde lo alto de la urbe, vigilando a todas sus marionetas, a un paso de ninguna parte.
Una cuerda es un elemento muy curioso. Cuando se dice que algo está colgando de un hilo, o que alguien está con la soga al cuello, en realidad se alude al vértigo que provoca una cuerda tensada entre edificio y edificio. Afinada, como las de un violín, para tener la seguridad de que todo irá bien.
Podemos ver, desde aquí arriba, los hombres de cartón y las mujeres con rodillas de porcelana esmaltada; y también sus miniaturas, y los abuelos de éstas como si fueran manzanas arrugadas por el tiempo.
Todos los niños tienen una misión en esta vida. Un secreto. Algo que sólo ellos pueden alcanzar. Como una meta que no es final sino principio de todo. Desde aquí arriba el mundo tiene otra perspectiva; la bóveda celeste sí tiene estrellas y no se oyen los gritos agónicos de los árboles de ciudad. Y todo lo demás queda tan lejano que parece poco más que una mentira. Yo tengo mi meta delante; mi secreto, mi misión. Mi compañero de camino.
Está al otro lado de la cuerda. Si uno de los dos se moviera, la cuerda empezaría a balancearse. Caería. Pero no tengo miedo. Sentía miedo allá abajo porque todo era irreal y el mundo de ilusiones que yo conocía no podía pasar de ser una mentira. Ahora los dos sabemos un secreto que no dejaremos escapar. Una verdad. Algo que hace que la cuerda esté siempre tensa y no resbale. Algo que no se escurrirá, nunca, entre las semanas del calendario.
El tiempo no existe.
Y, bajito, me pide que le resucite un cuento. Entonces, digo yo, érase una vez, en una pequeña ciudad, una niña muy grande. Y más aún si somos concientes de lo grandiosa que es una niña al lado de un edificio...
dejedi, 29 de diciembre de 2007.
Para Diego =)
"Quien quiera nacer, tiene que destruir un mundo..." (H.Hesse)