Comienzo con un cuento del que he hecho mi (muy) libre versión, tanto, que apenas tiene que ver con el original que me dió la inspiración, el empujoncito que me hacía falta para escribirlo. Espero que os guste
Oh, el amor
Cuando era pequeña, además de los problemas habituales que un niño suele tener como, por ejemplo, no llegar a la caja de las galletas guardada en el estante más alto de la despensa, tenía el nada despreciable problemón de tener que ir al colegio. Es algo habitual cuando tienes 8 años, que vas al colegio, son los "gages" de la edad.
Después de unas estupendas vacaciones que me parecieron eternas (aún a día de hoy me sigo preguntando por qué el tiempo pasaba taaaaaaan despacio cuando era niña) me tocaba volver a ocupar mi pupitre. Allí estabamos todos los compañeros, y también algunos amigos, contándonos cómo nos habían ido el verano cuando, de repente, llegó él. Un niño nuevo. Todos nos quedamos mirando boquiabiertos al pequeño desconocido que, algo titubeante, se sentó en el único pupitre que quedaba libre de la clase: justo el que lindaba con el mío. Sí, se sentaba a mi lado, y yo me sentaba a a su lado también porque, como debéis entender, hubiese sido muy feo que me hubiera ido de mis sitio para sentarme en otro, y más teniendo en cuenta que aquel niño era nuevo y aún no tenía amigos. El caso es q se sentó allí y me dijo que se llamaba Marcos. Yo era muy tímida, timidísima, y tan solo acerté a contestarle que yo me llabama Raquel. Levanté la cabeza cuando pensaba que aquel niño estaba distraído y, para mi sorpresa, me estaba mirando. Y me fijé en sus enormes ojos, tan grandes que no paraban de mirarme hiciera lo q hiciera. Sus ojos siempre estaban ahí. Unos ojos enormes, marrones, con una mirada dulce y cálida como la del chocolate, que, aunque me ponía nerviosa, me hacia sentir especialmente bien. A partir de ese día le llamé "Marcos de ojos de chocolate".
Un lunes, cuando entré a clase, me senté en mi pupitre (pero no vayáis a pensaros que me senté en la mesa, no, sino en la silla que quedaba un poquito más abajo de la altura de la mesa, porque si fuesen igual de altas me chocarían las rodillas y aquello sería una verdadera incomodidad...). Como decía, me senté en la silla y sobre él me encontré un avioncito de papel. Al instante supe que lo había hecho Marcos. ¿Y cómo lo supe? Pues lo supe porque en una de las alas de aquel pequeño avión ponía, en letras de colores salidas de su puño y letra (porque yo conocía su letra que para eso se entaba a mi lado): Volar. Y solo a alguien como a él se le podría haber ocurrido escribir algo así. Yo, que como ya dije era muy tímida, timidísima, bajé los ojos, me sonrojé y le di las gracias en voz muy bajita. Sé que pudo ver mi sonrisa asomar entre mis coletas y por eso se debió de dar cuenta de que el detalle del avión me gustó mucho, tanto, que al día siguiente, en vez de un avión sobre mi mesa, había dos. En ambos estaba escrita la misma palabra en colores distintos: Volar. Así pasaron los días, y cada dia, había un avión más en mi mesa. A mitad del curso, la clase se llenó de aviones de papel y, cuando me levantaba del pupitre para salir a la pizarra o para ir hasta la papelera y sacarle punta al lápiz, se creaba una corriente de aire tras de mí que hacía que los aviones levantaran el vuelo y me persiguieran. Allá donde iba yo me seguían decenas de avioncitos de papel con la palabra: Volar.
Yo era muy tímida, ya lo he dicho, y por eso no me atrevía a decirle nada a Marcos, me limitaba a sonreir y darle las gracias. De verdad que me encantaban los aviones de papel, pero él aun me encantaba más. El y sus enormes ojos dulces y cálidos como el chocolate.
Los avioncitos de papel invadieron el aula y también las demás, llegaron a los pasillos, al despacho del director e incluso al patio y cuando los niños se levantaban para ir de un sitio a otro, legiones enteras de avioncitos de papel se arremolinaban y emprendían el vuelo tras ellos. Un día, casi al finalizar el curso (ya había pasado muchísimo tiempo), no pude aguantar más, la curiosidad venció a mi timidez, así que miré a Marcos y a sus preciosísimos ojos y le pregunté: "¿Por qué?"
¿Por qué me había regalado tantos aviones de papel con la palabra "Volar" escrita en ellos? ¿Qué me estaba queriendo decir?
Él sonrió y me contestó: "Porque tú eres mi cielo... y me haces volar"
Rak
