"Princesa" y "Desnudo pincel de luz"
Posted: 25 Sep 2004, 00:44
Uffff; han sido muchos días dándole vueltas y muchas, interminables noches, intentando darle forma escrita a dichas vueltas, y el insomnio, los madrugones después, el cansancio... pero por fin logré terminar esta especie de obra de teatro que ya no sé muy bien siquiera cómo calificarlo Es largo, en Word son 35 páginas (jejeje, aquí más de un@ seguro que deja de leer ipso facto ) pero la mayor parte son diálogos y así la lectura es más rápida. Pese a ello, si alguien se atreve a terminarlo gracias por el esfuerzo y cualquier opinión será bien recibida (sobre todo del final donde cometí una especie de "traición" acerca de la cual tengo serias dudas y no he quedado demasiado convencido )
En fin, que estoy feliz, muy feliz de haberlo terminado y poder compartirlo con vosotros
Primer acto
I–Descansillo del segundo piso:
–Silvia se encuentra con su vecino–
Se abre la puerta del ascensor. Al mismo tiempo aparece por las escaleras un hombre de avanzada edad, cabello gris, corto, bien peinado, vestimenta clásica y hasta cierto punto intemporal, bastón negro en una mano, y en la otra una bolsa casi transparente de plástico que apenas oculta su contenido: varias películas de vídeo cuyas carátulas coinciden en mostrar imágenes de semidesnudos junto a enormes y chillonas palabras de comprensión explícita.
Del ascensor sale una joven atractiva de veintitantos años, estatura media, melena corta de color rubio tirando a castaño que descansa en una leve coleta, ojos claros y brillantes, mirada ausente, vestido azul celeste de una pieza, zapatos sin apenas tacón también azules; una joven que sostiene en sus manos un cartón de botellines de cerveza mientras en su bolso asoma una botella de whisky. El viejo silba al subir el último peldaño, y al torcer casi tropieza con la joven que finge sorpresa.
–Silvia: ¡Vaya por Dios! Tenía que ser usted. Un día de estos me mata de un susto.
El viejo, apurado, intenta esconder con torpeza la bolsa a sus espaldas.
–El viejo: Demonio de chica... ¿No podrías tener más cuidado y mirar por dónde andas?
–Silvia: No empecemos.
–El viejo: Claro. Como que es viernes –con su bastón señala la caja de cervezas– y ya es hora de emborracharse, consumir otras porquerías, juntarse con golfos de tu misma calaña, y llegar al amanecer casi inconsciente montando jaleo y despertando a las personas decentes como yo. ¿Me equivoco?
–Silvia: Sólo en lo último. Que ya nos conocemos. ¿Ha encontrado algo interesante? –mientras habla rodea al anciano hasta fijar su vista en las cintas de vídeo, y él torea a la situación y a la muchacha con inútiles excusas.
–El viejo: Ya sabes que para juzgar primero hay que conocer. Además soy muy mayor para tener que darte explicaciones.
–Silvia: Ni hace falta. ¿O acaso yo lo hago?
–El viejo: (con voz dulce, ojos encendidos, y mirada perdida) Tú eres diferente. Me recuerdas tanto a mi princesa...
–Silvia: No empecemos (desaparece su sonrisa, frunce el ceño, y busca en su bolso las llaves para escapar del delirio)
–El viejo: (confundido) Perdona, prometí no recordar, pero aún es tan difícil... Por favor, ten cuidado, y no abuses de tu cuerpo que la juventud no es sinónimo de eternidad.
–Silvia: Por desgracia ya lo sé –le mira con amargura– y usted controle la dosis de somníferos que al final le harán esclavo de una estéril dependencia.
–El viejo: Pero tú tienes la vida por delante. Sin embargo yo...
–Silvia: No empecemos.
Alguien ha llamado al ascensor que cierra sus puertas y se eleva hacia el cielo. Silvia saca dos cervezas de una cárcel de cartón, las introduce en la bolsa de plástico, y espera a que el viejo escoja una película que introduce en su bolso a la vez que hace un guiño dirigido al silencio. Cada uno, sin despedirse siquiera, se dirige a su piso. Abren la puerta, se miran, se sonríen, y se escuchan dos portazos casi al mismo tiempo. El ascensor vuelve a bajar y se apaga la luz del descansillo.
II–Dentro del piso:
Horizontalmente de izquierda a derecha del escenario: amplios ventanales y una puerta que da a la terraza; una maceta con una planta artificial; un tresillo con una pequeña lámpara manual; a su lado un sofá negro de generosas dimensiones; enfrente una mesa acorde al tamaño del sofá, y más alejado un mueble donde están situadas la televisión y el aparato de vídeo, y encima varias fotografías familiares; otra puerta abierta que parece dar a un pasillo; una minicadena musical en simétrica ubicación al mueble con la televisión y el vídeo; una torre de compactos; ya cerca de la entrada una pequeña cocina (armarios, frigorífico, fregadero, una mesa redonda, tres sillas...) que proyecta un conjunto cuadrado separado del salón por una medio pared en forma de repisa; en las paredes varias láminas de estilo abstracto y en menor medida expresionista; y la lámpara del techo luminosa, simple, de aspecto romboidal.
–Silvia y la espera–
Silvia entra con una expresión de desconsuelo. Con rapidez mete las cervezas en el frigorífico, saca de su bolso la botella de whisky y la deja momentáneamente tumbada en una silla en inestable equilibrio. Después observa con curiosidad la carátula de la película, y se dirige autómata hacia el vídeo. Con el mando a distancia sintoniza el canal y baja el volumen. Sonríe. Se acerca a la minicadena musical y la enciende. Luego se sienta en el sofá, busca de nuevo en su bolso, saca el paquete de tabaco, un mechero, una especie de monedero donde guarda el costo y el papel, y se hace un porro que fuma tumbada en el sofá sosteniendo un cenicero en su otra mano. Observa con desgana artificiales imágenes de sexo. Centra su interés en la música de Los Suaves (“Si pudiera”; “Parece que aún fue ayer”...) cuando suena el telefonillo (situado a un lado de la puerta principal) y le indica a Pablo que suba mirando al reloj que le obliga a sufrir la maldita molestia de una prisa no deseada, por lo que deja la puerta entreabierta para que él pueda entrar, y sale por el pasillo en supuesta dirección hacia la ducha. Pablo (veintinueve años, moreno, algunas canas en su pelo rizado sin estilo aparente, rostro de marcada madurez, oscuros ojos saltones guarecidos por unas discretas gafas de cristal ovalado, nariz puntiaguda, labios gruesos, jersey gris de cuello alto, pantalón azul oscuro, mocasines negros) llama al timbre, acto seguido entra en el piso, busca a Silvia, grita su nombre, y al escuchar el agua fluir vuelve al salón donde proyecta una mirada que recorre el lugar observando la botella de whisky, las escenas de sexo en la televisión, la mesa con el costo, el paquete de tabaco, el papel de fumar, y el CD donde suena a un volumen apreciable una música que le obliga a curiosear la caja del compacto porque (con expresión reflexiva) son canciones ya casi olvidadas de su desterrada adolescencia. En ese momento Silvia hace acto de presencia cubierta con una toalla, y se saludan con dos besos.
–Silvia: Perdona. No recordaba haber quedado tan pronto.
–Pablo: La culpa es mía. Esta tarde he salido antes del bufete, Belén todavía no ha llegado a casa, estaba aburrido, y sin saber muy bien la razón me decidí a presentarme a estas horas sin ni siquiera avisarte. Por suerte estás aquí.
–Silvia: ¿Dónde si no? En el frigorífico hay cervezas, sírvete una, y dame unos minutos para vestirme –sonríe–. ¡Estás en tu casa! (baja el volumen de la música y apaga la televisión mientras se encoge de brazos y vuelve a desaparecer por el pasillo)
Pablo se sienta en el sofá, saborea la cerveza, y busca en la agenda de su móvil un número ausente por defecto en su memoria.
–Pablo: ¿Te queda mucho?
–Belén: Acabo de llegar, e iba a empezar a arreglarme. Por cierto ¿Y tú? ¿Dónde estás?
–Pablo: En casa de Silvia.
(silencio incómodo)
–Belén: ¿Y se puede saber qué haces allí?
–Pablo: ¿Ya estamos con lo de siempre? Silvia ya sólo es mi pasado y tú en cambio mi futuro.
–Belén: Lo que me preocupa es el presente, y no me has respondido. ¿Qué haces allí?
–Pablo: Esperar a que vengas. Te recuerdo que esta noche hemos quedado en salir con mis viejas amistades.
–Belén: Ya. ¿Y los demás?
–Pablo: He sido el primero –con rapidez–. El resto llegará enseguida –excusándose– y ahora mismo estoy solo, Silvia está vistiéndose.
–Belén: ¿Qué?
–Pablo: (nervioso) Al llegar estaba duchándose y..
–Belén: No quiero escuchar más.
–Pablo: ¿Cuándo vienes?
–Belén: Me daré prisa: en hora y cuarto más o menos.
–Pablo: Un beso.
–Belén: Adiós.
Pablo cuelga y, contrariado, se hunde en el sofá. En ese instante reaparece Silvia que se sirve una cerveza, se sienta junto a él, y lía un nuevo porro.
–Silvia: ¿Con quién hablabas?
–Pablo: Con Belén –cambia de tema– ¿Qué tal todo?
–Silvia: Como siempre. Ya me conoces.
–Pablo: Sí ¿Nueve años? Justo cuando empezaste Filosofía y yo dudaba si dejar Derecho. ¿Cómo llevas tu tesis doctoral?
–Silvia: Sinceramente me oprime; tal vez me equivoqué al elegir el tema.
–Pablo: “La esclavitud moral en la sociedad contemporánea”. No me extraña.
–Silvia: Curioso que precisamente tú me digas eso. ¿Has olvidado quién fuiste?
–Pablo: Aquello era utopía, y de ella no se vive.
–Silvia: No empecemos.
–Pablo: En serio, ya sabes lo importante que tú has sido para mí, no puedo negarlo, estuve años enamorado de ti, los mejores años de mi vida. Sin embargo... (suspira)
–Silvia: Continúa. No te cortes (saborea unas caladas y lanza el humo al rostro de Pablo aceptando el desafío)
–Pablo: He cambiado a mejor. Contigo no existía el futuro, nada, sólo irrealidad, sueños, y angustia existencial. Contigo mi vida no tenía sentido.
–Silvia: ¿Y acaso ahora lo tiene? ¿Cuál? ¿Enriquecerte, comprarte otro coche, vivir a lo grande, adorar el dinero, explotar a los débiles? Sí; has cambiado, pero no precisamente a mejor.
–Pablo: Piensa lo que quieras, pero así soy feliz.
–Silvia: Y antes no. Muchas gracias.
–Pablo: No quería decir eso. Te repito que tú fuiste algo imborrable, te quise... (piensa en Belén, se queda pensativo unos segundos mientras su rostro refleja tristeza) pero no podía seguir en aquella espiral de incertidumbre y confusión. Sin embargo...
–Silvia:No empecemos.
–Pablo: ...¿Por qué estoy aquí?
–Silvia: Tú sabrás.
–Pablo: En el fondo tú también.
–Silvia: ¿Es cierto todo lo que me has dicho? –Pablo hace un gesto afirmativo y Silvia apaga el porro y le susurra con voz inocente–. ¿Qué sientes por mí?
–Pablo: No puedo decírtelo (se acercan el uno al otro, sus ojos brillando en silencio, los labios expresando interrogantes deseos...)
–Silvia: (en voz baja apenas audible) ¿Y Belén?
–Pablo: (más cerca aún de ella, casi a punto de besarla) ¿Quién?
De pronto suena el timbre de la puerta y se rompe la magia del instante mientras termina la última canción de Los Suaves (“Por una vez en la vida”) pero ninguno se decide a levantarse. Silvia hace un amago y Pablo se lo impide apretando sus rodillas.
–Pablo: No abras, por favor.
–Silvia: No empecemos (se levanta, vuelve a sonar el timbre, abre la puerta, y entra Luis)
–Sintonía entre Luis y Silvia; Pablo ausente–
(Luis: veintidós años; larga melena desordenada en intención desmedida; tez pálida y sin afeitar; nostálgicos ojos color miel; afilada barbilla; cuerpo delgado y fibroso, de elevada estatura y anárquicos movimientos que enlaza con gestos indefinidos que sugieren un control irracional de emociones ambiguas y dispares; camiseta negra de manga larga y dibujos abstractos, pantalón amplio de colores chillones prevaleciendo los tonos rojos, violetas, y zapatillas verdes sin cordón.)
–Luis: Ya estoy aquí, vampiresa –coge a Silvia por la cintura y la besa en el cuello; después se fija en Pablo que sigue sentado en el sofá, y se acerca a saludarle rebosando ironía–. ¿Qué tal abogado? ¿Esperando a que me trinquen para salir en mi defensa y mandarme directamente al patíbulo?
–Pablo: (apretando con fuerza la mano de Luis) No tendré tanta suerte, animal.
Luis se fija en el costo, hace una cruz con los dedos que dirige a Silvia para después de que ésta le lance una cerveza (que él atrapa con fingida dificultad) sacar de su bolsillo del pantalón una bolsita de maría y empezar a liar un cigarrito. Pablo se levanta del sofá y se dirige por el pasillo hacia el cuarto de baño, lo que aprovecha Luis para acercarse a Silvia y pasarle el canuto.
–Luis: ¿Qué hace aquí tan pronto?
–Silvia: No sé. ¿Te importa mucho?
–Luis: Para nada. Por cierto, te traigo un perico de primera.
–Silvia: Ya veremos. Para ti siempre es de primera.
–Luis: No me líes, yo nunca falto a la verdad. ¿Cuándo te he fallado?
–Silvia: Aparte de en la cama... –Luis pone los brazos en cruz, y ladea la cabeza– podría enumerarte muchas otras situaciones. ¿Continúo?
–Luis: (arrancando la etiqueta de su botellín) Para el carro que me amuermo. Aquella noche me pillaste en horas bajas, y ahora que recuerdo tú tampoco estabas para muchas alegrías... ¿O acaso has olvidado tu histérico llanto de lagarta?
–Silvia: Mira por donde habló el avestruz (se ríen y se besan en la boca)
–Luis: Hablemos de negocios.
–Silvia: (sacando el monedero de su bolso) ¿Ahora lo llamas así? ¿No eras tú el Robin Hood de la coca?
–Luis: Exacto –coge los billetes y le pasa una papelina–. Así da gusto. ¿No me estaré volviendo un cerdo capitalista?
–Silvia: No empecemos.
Pablo regresa del baño y mira su reloj, apura un último sorbo de cerveza, y se dirige a la cocina a por otra.
–Luis: ¿Y la música?
–Silvia: Tú mismo; pero antes pasa el porro.
Lo hace, luego busca en la torre de compactos hasta que muestra triunfante uno de Extremo, y empieza a cantar desafinando la canción de “Amor castuo”. Silvia se ríe, duerme el canuto en el cenicero, y los dos empiezan a dar saltos en una especie de baile informal entre caricias de alcohol y complicidad añorada. Pablo mientras (sentado en la cocina) juguetea con las melodías de su teléfono móvil, saborea el botellín, y al terminarlo se dirige a ellos con voz indiferente.
–Pablo: Me voy.
–Silvia: ¿Y eso?
–Luis: (a pleno pulmón) “Me levanté hasta los huevos de vivir”
–Pablo: A casa para recoger a Belén. No quiero que se enfade.
–Silvia: (otra vez) ¿Y eso?
–Pablo: Cosas mías. ¿Cuál es el plan de esta noche?
–Luis: (como un gallo en declive) “Me levanté...”
–Silvia: (empujando a Luis que sigue en sus trece) Por lo pronto esperar a que lleguen Laura y Rafa dentro de más o menos... –hace un ligero cálculo mental en el reloj de Pablo– una hora. Después ya veremos.
–Pablo: Entonces nos vemos aquí.
–Luis: (ya calmado al terminar la canción) Dame un beso, abogado. El beso de Judas.
–Pablo: (sin mirar a Luis, sólo a Silvia) Hasta ahora.
–Silvia: Adiós.
–Luis y Silvia se quedan solos–
Silvia se tumba en el sofá y se acaricia sus pechos. Luis se dirige al frigorífico en busca de otra cerveza, pero no hay y el vacío le confunde hasta que al cerrar la puerta de la nevera casi tropieza con la botella de whisky (que seguía apoyada sobre la silla en equilibrio inestable) mientras Silvia sigue en lo suyo.
–Luis: ¡La hostia! (abraza el whisky y se sirve un chupito en el mismo botellín)
–Silvia: (ya de pie señalando su escote) ¿Te gustan?
–Luis: ¿Por qué no?
–Silvia: Tú siempre has sido un radical en todo, sin término medio, o grandes o pequeñas, y las mías no sé cómo calificarlas.
–Luis: Recuerda que la puta soy yo, y que tú eres mi chulo.
–Silvia: (acercándose a él) ¿Qué haces? (le quita el botellín, saca dos vasos del armario, coca–cola, hielos del congelador, y realiza la mezcla cargando levemente las copas; después se aleja y vuelve a tumbarse en el sofá; Luis saborea su whisky, sube aún más el volumen de la música, y se hace un hueco al lado de Silvia)
–Luis: Las tienes preciosas (sus manos moldean por fuera sus curvas hasta juguetear en círculo con sus dedos sobre los pezones exaltados de Silvia que le mira a los ojos con una ausente expresión de agradecimiento)
Ya sentados prosiguen lanzándose caricias, disfrutando de la música, el alcohol, y un par de cigarrillos hasta que se escuchan unos fuertes golpes en la puerta, y Silvia se levanta a abrir pensando que es Laura, pero en su lugar aparece su vecino.
–El viejo: ¡Ya está bien de molestar con tanto ruido! ¿O acaso pensáis que estoy sordo?
–Silvia: No se queje y pase dentro –le invita a entrar dándole una cariñosa palmadita en la espalda–. Que ya nos conocemos. ¿Qué quiere?
–Luis: (desde el sofá y alzando su vaso) ¿Qué hay viejo? ¿Funciona la Viagra?
Silvia se ríe, pero al instante disimula y le lanza una mirada de reproche a Luis justo cuando el viejo alza su bastón hacia él como si esgrimiera una espada en dialéctico juego del lenguaje.
–El viejo: Un poco de respeto, niño, que podría ser tu padre.
–Luis: Por eso lo digo, my darling, y no se me altere con el bastón no vaya a darle un ataque al corazón por mi culpa.
–El viejo: Luisito, Luisito... (y mirando de nuevo a Silvia) ¿Cuándo harás de él un hombre?
–Luis: (tarareando) Abuelito dime tú...
–Silvia: No tiene remedio. Pase de él. ¿Y bien? ¿Qué se le ofrece?
–El viejo: Divina juventud... Nada –bajando los ojos– Sólo otra cerveza.
–Silvia: Pues no quedan, pero puedo ponerle una copa. ¿Se anima?
–El viejo: (con los ojos brillantes) Si no queda más remedio...
Luis mientras ha encontrado la caja de la cinta de vídeo y enciende la tele.
–Luis: Esta vez has elegido una excelente película, viejo, y geniales actrices, no veas. Silvia, toma nota.
–Silvia: Ya quisieras tú.
–El viejo: (rechazando la coca–cola; sólo whisky) Aprovecha, Luisito, y no manches el sofá.
–Luis: ¿Por qué? ¿A ti te ocurre eso a menudo?
–Silvia: No empecemos.
El viejo apura la copa en dos tragos, se sirve otra, y habla con Silvia bajando la voz.
–El viejo: Me recuerdas tanto a mi princesa... Tenía tu edad cuando murió. Desde entonces han pasado los años y ya nada tiene sentido. Nada. ¿Sabes? Todavía la veo cruzar aquella calle alejándose de mí –Silvia cierra los ojos y empieza a volar–. Si no nos hubiera dejado su madre... Si yo no hubiera sido tan intolerante y represivo con ella... ¿Pero qué sabía yo? Todas las noches la veo en mis sueños pidiéndome ayuda. ¿Por qué? –unas lágrimas resbalan por su rostro diluyéndose en el whisky; la cabeza le da vueltas y apoya su mano sobre la de Silvia que no hace nada para impedir el delirio reincidente de un pasado destructor–. ¿Princesa?...
–Silvia: (con voz ahogada) ¿Sí?
–El viejo: Lo siento mucho –sus ojos transmiten desnuda esperanza irreal– y te pido perdón.
Hundida por una mezcla de ternura e hiriente esclavitud Silvia sufre de golpe los efectos del whisky, las cervezas, y el hachís, y no puede remediar sentirse en un infierno sin salida, un laberinto existencial de angustia y sinrazón.
–Silvia: No pasa nada. ¿Me oyes? Estoy aquí contigo, tu princesa, yo... –por los altavoces suena “Buscando una luna”– te absuelvo, papá (y le besa con dulzura la frente)
El viejo, turbado, sale del piso. Luis vuelve de la terraza donde fumaba en silencio. Silvia le abraza, pero él no comprende lo que ocurre y se despega de ella para sacar el perico y dispersar unas dosis sobre el cristal del marco de una fotografía de Silvia. Luego esnifan las rayas y cambian de música. Ella elige. Se escucha la voz de Sabina cantar su “Princesa” y con voz monótona Silvia repite las estrofas una y otra vez en su interior hasta vencer al silencio.
–Silvia: ¿Tú crees que ahora es demasiado tarde?
–Luis: No te comprendo. ¿Tarde para qué? ¿Lo dices por la canción?
–Silvia: (pensativa: para vivir) Dejémoslo, no he dicho nada.
–Luis: (que sigue dándole vueltas) ¿Lo dices por nosotros? –deja la copa en la mesa, apoya sus manos sobre los hombros de Silvia, y la mira fijamente con ojos de terror y dependencia.
–Silvia: (acaricia el rostro de Luis con una mano, con la otra sostiene su vaso casi vacío, y se vuelve de espaldas a él para no mirarle a los ojos mientras suspira) No empecemos.
–Luis: Te necesito, Silvia, y no te hablo de amor.
–Silvia: Ya. Como siempre –se sirve otra copa y Luis hace lo mismo.
–Luis: ¿Y tú? ¿Qué necesitas?
–Silvia: (por su cabeza sobrevuelan pensamientos confusos de soledad y de angustia, ausencia de respuestas, la náusea, el ser y el no ser, dioses y mitos, esperanzas dormidas) Nada... y todo a la vez. No lo sé, Luis, no lo sé. Y es tan injusto...
–La marcha de Luis y la llegada de Laura–
–Luis: (al observar la hora en el reloj del vídeo se da una palmada en la frente sin poder reprimir un exagerado gesto de sorpresa) ¡Joder, la madre que me parió!
–Silvia: ¿Qué ocurre?
–Luis: Nada. Que he quedado hace diez minutos y soy la hostia. Me tengo que ir.
–Silvia: Ya.
–Luis: Los negocios son los negocios y no tengo elección.
–Silvia: (más en tono de certeza que en tono de ruego) No quiero estar sola.
–Luis: (con prisa) Tú nunca lo estás.
–Silvia: Cierto, pero contigo es diferente.
–Luis: No me líes. Llego tarde. Adiós.
Silvia se queda unos segundos contemplando la puerta cerrada. Después se sienta en el sofá, apoya sus pies sobre la mesa, y cierra los ojos. Vacío. Anochece. Al poco tiempo suena el timbre y se levanta. Laura entra en el piso, y Silvia enciende la luz. “Tú nunca estarás sola”
–Laura: Anima esa cara, mujer –silencio–. ¿Ocurre algo?
–Silvia: Lo de siempre. ¿Por qué todo es tan difícil?
Laura (cabello rubio y rizado; rostro angelical, sonriente; ojos verdes y profundos; cuerpo rellenito que encaja a la perfección en su atuendo pasivo, indiferente, sin llamar la atención) aprovecha la pregunta para lanzar acusaciones sobre Luis que Silvia rechaza por superficiales y simples: el problema es suyo, sólo suyo, y Luis en todo caso sería un accidente, un efecto, pero no la causa.
–Laura: Me acabo de cruzar con Luis en el portal. Parecía llevar prisa.
–Silvia: Sí; se le hizo tarde.
–Laura: Cada vez tengo más claro que ese chico acabará por mal camino, y temo que te arrastre a ti con él.
–Silvia: (termina su copa y le ofrece una a Laura, pero ésta sólo quiere coca–cola. Encienden dos cigarrillos y continúan hablando sobre el tema) ¿Por qué lo dices?
–Laura: Demasiados trapicheos. Demasiado descontrol. No se puede vivir sin rumbo fijo.
–Silvia: (a la defensiva) ¿Estás hablando de él o de mí?
–Laura: Ya sabes que tú eres diferente.
–Silvia: No. No lo sé. Siempre juzgas a los demás con una simpleza o desconocimiento que en ocasiones roza el absurdo. Es más, si no nos conociéramos tanto pensaría que lo haces a propósito.
–Laura: (como siempre sin dejar de sonreír) Perdona, pero sólo digo lo que pienso, y Luis –Silvia niega con la cabeza anticipándose a sus palabras– no hace más que darme la razón con sus actos.
–Silvia: ¿Y por qué? ¿Acaso porque escapa a tu modélica visión de prototipo social y humano? ¿No comprendes que lo que tú condenas para él puede significar su salvación? ¿Por qué todo es tan difícil?
–Laura: Yo respeto a todo el mundo, pero eso no implica que simpatice con comportamientos que aunque lo intente no puedo comprender.
–Silvia: ¿Y quién te pide que lo hagas? Yo no defiendo a Luis, le acepto tal y como es y punto. No es cuestión de cambiarle, de obligarle a entrar en el buen camino (tu buen camino que para él puede ser diferente) sino sólo permitir que libremente decida lo que quiere hacer con su vida. ¿Me comprendes?
–Laura: Puede ser, pero no estoy muy segura.
–Silvia: Nosotras somos el ejemplo perfecto. Tú crees en Dios, aceptas el orden social establecido y vives acorde con él, desde siempre has esperado a tu príncipe azul, y aunque Rafa no lo sea te conformas con sus promesas de futuro: matrimonio, familia, estabilidad... porque así tu vida tiene un sentido: tu vida –hace una pausa y prosigue el diálogo con renovado interés–. Yo por el contrario no creo en nada, reniego de una sociedad injusta por naturaleza, confieso con pesar que el Amor no existe, y me rebelo contra el futuro porque me angustia el transcurrir del tiempo sin respuestas que den sentido a mi vida: mi vida. Y sin embargo nos aceptamos como somos. La libertad consiste en eso.
Apagan los cigarrillos en el cenicero. Silvia se va al baño mientras Laura, ahora sí, se sirve un whisky. Al minuto reanudan la conversación.
–Laura: ¿Y qué me dices de Pablo? Con él eras feliz.
–Silvia: (media sonrisa de nostalgia) ¿Y ahora no lo soy? Pablo ha cambiado mucho hasta transformarse en una persona completamente diferente a la que era, y no le culpo, no, sin embargo...
–Laura: ¿Ves? Aún sigues enamorada de él y te cuesta reconocerlo. No lo niegues.
–Silvia: En todo caso enamorada de su recuerdo. El olvido a veces traiciona a la razón.
–Laura: (mirándola fijamente) Por eso desde entonces tus relaciones se limitan al sexo y nada más: innumerables amantes de una noche, anónimo sacrificio del placer, fracaso y soledad...
–Silvia: Has vuelto a juzgar por defecto sin atender a causas objetivas.
–Laura: ¿Acaso me equivoco?
–Silvia: No empecemos.
Se levanta del sofá, y ante la desaprobadora mirada de su amiga empieza a quemar la china y se lía un nuevo porro. Después elige un compacto (Reincidentes: “Vicio”) y enciende la cadena de música a un volumen intencionadamente elevado.
Avanza la noche.
–Casi todos juntos–
Pablo y Belén acaban de llegar y sus rostros reflejan distancia, interrumpida discusión camuflada en la apariencia que sobresale en la mirada que Belén dirige a Silvia mientras ésta interpreta con desgana su papel de anfitriona y la botella de whisky velozmente se vacía, las conversaciones giran en ausente dirección, y el tiempo vuela con precisa indulgencia.
–Belén: (metro setenta y cinco; cabello largo, liso, moreno; ojos azul grisáceo y nariz rectilínea; rostro ovalado, agresivo, hermoso en su propia seriedad; labios apenas dibujados en una ausente sonrisa; cuerpo escultural bajo un vestido rojo que moldea sus curvas en perfecta simetría de sensualidad aplastante) ¿Podríais bajar la música? Lo siento, pero me da dolor de cabeza.
Silvia disminuye el volumen mientras lanza a Pablo una mirada compasiva.
–Laura: ¡Cuánto tiempo sin vernos! ¿Qué tal todo?
–Belén: Muy bien –abraza a Pablo por la cintura y le da un beso–. Cada vez a mejor. Estamos hechos el uno para el otro.
–Pablo: (buscando a Silvia bajo una llamada de auxilio) ¿Qué vamos a hacer?
–Silvia: Por lo pronto contactar con Rafa y con Luis. Después ya veremos (y sale por el pasillo en dirección al teléfono de su cuarto)
–Pablo: (dirigiéndose a Laura) ¿Qué tal en la escuela? Debe de ser difícil lidiar con los críos. ¿No? A su edad ya se sabe.
–Laura: Cierto, aunque lo curioso es que siempre me sorprenden. No hay día que pase sin que aprenda algo nuevo sobre ellos.
–Belén: Será cuestión de experiencia. Dudo que dentro de veinte años opines lo mismo.
–Pablo: Ojalá. Por otra parte los tiempos cambian y también las costumbres, las formas de ser y comportarse...
–Laura: Pero siempre serán niños...
–Belén: Mientras que tú envejecerás. Por eso te decía lo de los veinte años.
–Laura: No estoy del todo de acuerdo. De alguna manera yo también, gracias a ellos, seguiré siendo una niña. Ésa es mi esperanza.
–Pablo: Brindemos por ello.
(Silvia reaparece justo cuando suena el móvil de Laura)
–Silvia: Acabo de hablar con Luis.
–Laura: Ya era hora que llamaras. Cariño, espera un segundo –y dirigiéndose a Silvia– ¿Has quedado ya con Luis?
–Silvia: Sí. Dentro de cuarenta minutos en el Parque.
–Belén: Pablo; di algo.
–Pablo: A mí me parece bien. Los viejos tiempos nunca mueren.
–Silvia: Gracias.
–Belén: Si no queda más remedio...
–Laura: Sí, en el Parque, la esquina de siempre, un beso, adiós (guarda el móvil en su bolso y suspira de felicidad)
–Belén: Al menos esta noche no hace frío.
–Pablo: Y sólo será una botella. Tampoco es para tanto. ¿No crees?
–Silvia: No empecemos.
Y ella sale a la terraza mientras los demás recogen los botellines y los vasos, vacían los ceniceros, apagan la música (“Hartos de aguantar”) y Silvia contempla con asombro y emoción una inmensa luna llena a la que lanza caladas de humo despidiéndose del piso, y entregándose con absoluta sumisión al interrogante del silencio.
Fin del primer acto.
En fin, que estoy feliz, muy feliz de haberlo terminado y poder compartirlo con vosotros
Primer acto
I–Descansillo del segundo piso:
–Silvia se encuentra con su vecino–
Se abre la puerta del ascensor. Al mismo tiempo aparece por las escaleras un hombre de avanzada edad, cabello gris, corto, bien peinado, vestimenta clásica y hasta cierto punto intemporal, bastón negro en una mano, y en la otra una bolsa casi transparente de plástico que apenas oculta su contenido: varias películas de vídeo cuyas carátulas coinciden en mostrar imágenes de semidesnudos junto a enormes y chillonas palabras de comprensión explícita.
Del ascensor sale una joven atractiva de veintitantos años, estatura media, melena corta de color rubio tirando a castaño que descansa en una leve coleta, ojos claros y brillantes, mirada ausente, vestido azul celeste de una pieza, zapatos sin apenas tacón también azules; una joven que sostiene en sus manos un cartón de botellines de cerveza mientras en su bolso asoma una botella de whisky. El viejo silba al subir el último peldaño, y al torcer casi tropieza con la joven que finge sorpresa.
–Silvia: ¡Vaya por Dios! Tenía que ser usted. Un día de estos me mata de un susto.
El viejo, apurado, intenta esconder con torpeza la bolsa a sus espaldas.
–El viejo: Demonio de chica... ¿No podrías tener más cuidado y mirar por dónde andas?
–Silvia: No empecemos.
–El viejo: Claro. Como que es viernes –con su bastón señala la caja de cervezas– y ya es hora de emborracharse, consumir otras porquerías, juntarse con golfos de tu misma calaña, y llegar al amanecer casi inconsciente montando jaleo y despertando a las personas decentes como yo. ¿Me equivoco?
–Silvia: Sólo en lo último. Que ya nos conocemos. ¿Ha encontrado algo interesante? –mientras habla rodea al anciano hasta fijar su vista en las cintas de vídeo, y él torea a la situación y a la muchacha con inútiles excusas.
–El viejo: Ya sabes que para juzgar primero hay que conocer. Además soy muy mayor para tener que darte explicaciones.
–Silvia: Ni hace falta. ¿O acaso yo lo hago?
–El viejo: (con voz dulce, ojos encendidos, y mirada perdida) Tú eres diferente. Me recuerdas tanto a mi princesa...
–Silvia: No empecemos (desaparece su sonrisa, frunce el ceño, y busca en su bolso las llaves para escapar del delirio)
–El viejo: (confundido) Perdona, prometí no recordar, pero aún es tan difícil... Por favor, ten cuidado, y no abuses de tu cuerpo que la juventud no es sinónimo de eternidad.
–Silvia: Por desgracia ya lo sé –le mira con amargura– y usted controle la dosis de somníferos que al final le harán esclavo de una estéril dependencia.
–El viejo: Pero tú tienes la vida por delante. Sin embargo yo...
–Silvia: No empecemos.
Alguien ha llamado al ascensor que cierra sus puertas y se eleva hacia el cielo. Silvia saca dos cervezas de una cárcel de cartón, las introduce en la bolsa de plástico, y espera a que el viejo escoja una película que introduce en su bolso a la vez que hace un guiño dirigido al silencio. Cada uno, sin despedirse siquiera, se dirige a su piso. Abren la puerta, se miran, se sonríen, y se escuchan dos portazos casi al mismo tiempo. El ascensor vuelve a bajar y se apaga la luz del descansillo.
II–Dentro del piso:
Horizontalmente de izquierda a derecha del escenario: amplios ventanales y una puerta que da a la terraza; una maceta con una planta artificial; un tresillo con una pequeña lámpara manual; a su lado un sofá negro de generosas dimensiones; enfrente una mesa acorde al tamaño del sofá, y más alejado un mueble donde están situadas la televisión y el aparato de vídeo, y encima varias fotografías familiares; otra puerta abierta que parece dar a un pasillo; una minicadena musical en simétrica ubicación al mueble con la televisión y el vídeo; una torre de compactos; ya cerca de la entrada una pequeña cocina (armarios, frigorífico, fregadero, una mesa redonda, tres sillas...) que proyecta un conjunto cuadrado separado del salón por una medio pared en forma de repisa; en las paredes varias láminas de estilo abstracto y en menor medida expresionista; y la lámpara del techo luminosa, simple, de aspecto romboidal.
–Silvia y la espera–
Silvia entra con una expresión de desconsuelo. Con rapidez mete las cervezas en el frigorífico, saca de su bolso la botella de whisky y la deja momentáneamente tumbada en una silla en inestable equilibrio. Después observa con curiosidad la carátula de la película, y se dirige autómata hacia el vídeo. Con el mando a distancia sintoniza el canal y baja el volumen. Sonríe. Se acerca a la minicadena musical y la enciende. Luego se sienta en el sofá, busca de nuevo en su bolso, saca el paquete de tabaco, un mechero, una especie de monedero donde guarda el costo y el papel, y se hace un porro que fuma tumbada en el sofá sosteniendo un cenicero en su otra mano. Observa con desgana artificiales imágenes de sexo. Centra su interés en la música de Los Suaves (“Si pudiera”; “Parece que aún fue ayer”...) cuando suena el telefonillo (situado a un lado de la puerta principal) y le indica a Pablo que suba mirando al reloj que le obliga a sufrir la maldita molestia de una prisa no deseada, por lo que deja la puerta entreabierta para que él pueda entrar, y sale por el pasillo en supuesta dirección hacia la ducha. Pablo (veintinueve años, moreno, algunas canas en su pelo rizado sin estilo aparente, rostro de marcada madurez, oscuros ojos saltones guarecidos por unas discretas gafas de cristal ovalado, nariz puntiaguda, labios gruesos, jersey gris de cuello alto, pantalón azul oscuro, mocasines negros) llama al timbre, acto seguido entra en el piso, busca a Silvia, grita su nombre, y al escuchar el agua fluir vuelve al salón donde proyecta una mirada que recorre el lugar observando la botella de whisky, las escenas de sexo en la televisión, la mesa con el costo, el paquete de tabaco, el papel de fumar, y el CD donde suena a un volumen apreciable una música que le obliga a curiosear la caja del compacto porque (con expresión reflexiva) son canciones ya casi olvidadas de su desterrada adolescencia. En ese momento Silvia hace acto de presencia cubierta con una toalla, y se saludan con dos besos.
–Silvia: Perdona. No recordaba haber quedado tan pronto.
–Pablo: La culpa es mía. Esta tarde he salido antes del bufete, Belén todavía no ha llegado a casa, estaba aburrido, y sin saber muy bien la razón me decidí a presentarme a estas horas sin ni siquiera avisarte. Por suerte estás aquí.
–Silvia: ¿Dónde si no? En el frigorífico hay cervezas, sírvete una, y dame unos minutos para vestirme –sonríe–. ¡Estás en tu casa! (baja el volumen de la música y apaga la televisión mientras se encoge de brazos y vuelve a desaparecer por el pasillo)
Pablo se sienta en el sofá, saborea la cerveza, y busca en la agenda de su móvil un número ausente por defecto en su memoria.
–Pablo: ¿Te queda mucho?
–Belén: Acabo de llegar, e iba a empezar a arreglarme. Por cierto ¿Y tú? ¿Dónde estás?
–Pablo: En casa de Silvia.
(silencio incómodo)
–Belén: ¿Y se puede saber qué haces allí?
–Pablo: ¿Ya estamos con lo de siempre? Silvia ya sólo es mi pasado y tú en cambio mi futuro.
–Belén: Lo que me preocupa es el presente, y no me has respondido. ¿Qué haces allí?
–Pablo: Esperar a que vengas. Te recuerdo que esta noche hemos quedado en salir con mis viejas amistades.
–Belén: Ya. ¿Y los demás?
–Pablo: He sido el primero –con rapidez–. El resto llegará enseguida –excusándose– y ahora mismo estoy solo, Silvia está vistiéndose.
–Belén: ¿Qué?
–Pablo: (nervioso) Al llegar estaba duchándose y..
–Belén: No quiero escuchar más.
–Pablo: ¿Cuándo vienes?
–Belén: Me daré prisa: en hora y cuarto más o menos.
–Pablo: Un beso.
–Belén: Adiós.
Pablo cuelga y, contrariado, se hunde en el sofá. En ese instante reaparece Silvia que se sirve una cerveza, se sienta junto a él, y lía un nuevo porro.
–Silvia: ¿Con quién hablabas?
–Pablo: Con Belén –cambia de tema– ¿Qué tal todo?
–Silvia: Como siempre. Ya me conoces.
–Pablo: Sí ¿Nueve años? Justo cuando empezaste Filosofía y yo dudaba si dejar Derecho. ¿Cómo llevas tu tesis doctoral?
–Silvia: Sinceramente me oprime; tal vez me equivoqué al elegir el tema.
–Pablo: “La esclavitud moral en la sociedad contemporánea”. No me extraña.
–Silvia: Curioso que precisamente tú me digas eso. ¿Has olvidado quién fuiste?
–Pablo: Aquello era utopía, y de ella no se vive.
–Silvia: No empecemos.
–Pablo: En serio, ya sabes lo importante que tú has sido para mí, no puedo negarlo, estuve años enamorado de ti, los mejores años de mi vida. Sin embargo... (suspira)
–Silvia: Continúa. No te cortes (saborea unas caladas y lanza el humo al rostro de Pablo aceptando el desafío)
–Pablo: He cambiado a mejor. Contigo no existía el futuro, nada, sólo irrealidad, sueños, y angustia existencial. Contigo mi vida no tenía sentido.
–Silvia: ¿Y acaso ahora lo tiene? ¿Cuál? ¿Enriquecerte, comprarte otro coche, vivir a lo grande, adorar el dinero, explotar a los débiles? Sí; has cambiado, pero no precisamente a mejor.
–Pablo: Piensa lo que quieras, pero así soy feliz.
–Silvia: Y antes no. Muchas gracias.
–Pablo: No quería decir eso. Te repito que tú fuiste algo imborrable, te quise... (piensa en Belén, se queda pensativo unos segundos mientras su rostro refleja tristeza) pero no podía seguir en aquella espiral de incertidumbre y confusión. Sin embargo...
–Silvia:No empecemos.
–Pablo: ...¿Por qué estoy aquí?
–Silvia: Tú sabrás.
–Pablo: En el fondo tú también.
–Silvia: ¿Es cierto todo lo que me has dicho? –Pablo hace un gesto afirmativo y Silvia apaga el porro y le susurra con voz inocente–. ¿Qué sientes por mí?
–Pablo: No puedo decírtelo (se acercan el uno al otro, sus ojos brillando en silencio, los labios expresando interrogantes deseos...)
–Silvia: (en voz baja apenas audible) ¿Y Belén?
–Pablo: (más cerca aún de ella, casi a punto de besarla) ¿Quién?
De pronto suena el timbre de la puerta y se rompe la magia del instante mientras termina la última canción de Los Suaves (“Por una vez en la vida”) pero ninguno se decide a levantarse. Silvia hace un amago y Pablo se lo impide apretando sus rodillas.
–Pablo: No abras, por favor.
–Silvia: No empecemos (se levanta, vuelve a sonar el timbre, abre la puerta, y entra Luis)
–Sintonía entre Luis y Silvia; Pablo ausente–
(Luis: veintidós años; larga melena desordenada en intención desmedida; tez pálida y sin afeitar; nostálgicos ojos color miel; afilada barbilla; cuerpo delgado y fibroso, de elevada estatura y anárquicos movimientos que enlaza con gestos indefinidos que sugieren un control irracional de emociones ambiguas y dispares; camiseta negra de manga larga y dibujos abstractos, pantalón amplio de colores chillones prevaleciendo los tonos rojos, violetas, y zapatillas verdes sin cordón.)
–Luis: Ya estoy aquí, vampiresa –coge a Silvia por la cintura y la besa en el cuello; después se fija en Pablo que sigue sentado en el sofá, y se acerca a saludarle rebosando ironía–. ¿Qué tal abogado? ¿Esperando a que me trinquen para salir en mi defensa y mandarme directamente al patíbulo?
–Pablo: (apretando con fuerza la mano de Luis) No tendré tanta suerte, animal.
Luis se fija en el costo, hace una cruz con los dedos que dirige a Silvia para después de que ésta le lance una cerveza (que él atrapa con fingida dificultad) sacar de su bolsillo del pantalón una bolsita de maría y empezar a liar un cigarrito. Pablo se levanta del sofá y se dirige por el pasillo hacia el cuarto de baño, lo que aprovecha Luis para acercarse a Silvia y pasarle el canuto.
–Luis: ¿Qué hace aquí tan pronto?
–Silvia: No sé. ¿Te importa mucho?
–Luis: Para nada. Por cierto, te traigo un perico de primera.
–Silvia: Ya veremos. Para ti siempre es de primera.
–Luis: No me líes, yo nunca falto a la verdad. ¿Cuándo te he fallado?
–Silvia: Aparte de en la cama... –Luis pone los brazos en cruz, y ladea la cabeza– podría enumerarte muchas otras situaciones. ¿Continúo?
–Luis: (arrancando la etiqueta de su botellín) Para el carro que me amuermo. Aquella noche me pillaste en horas bajas, y ahora que recuerdo tú tampoco estabas para muchas alegrías... ¿O acaso has olvidado tu histérico llanto de lagarta?
–Silvia: Mira por donde habló el avestruz (se ríen y se besan en la boca)
–Luis: Hablemos de negocios.
–Silvia: (sacando el monedero de su bolso) ¿Ahora lo llamas así? ¿No eras tú el Robin Hood de la coca?
–Luis: Exacto –coge los billetes y le pasa una papelina–. Así da gusto. ¿No me estaré volviendo un cerdo capitalista?
–Silvia: No empecemos.
Pablo regresa del baño y mira su reloj, apura un último sorbo de cerveza, y se dirige a la cocina a por otra.
–Luis: ¿Y la música?
–Silvia: Tú mismo; pero antes pasa el porro.
Lo hace, luego busca en la torre de compactos hasta que muestra triunfante uno de Extremo, y empieza a cantar desafinando la canción de “Amor castuo”. Silvia se ríe, duerme el canuto en el cenicero, y los dos empiezan a dar saltos en una especie de baile informal entre caricias de alcohol y complicidad añorada. Pablo mientras (sentado en la cocina) juguetea con las melodías de su teléfono móvil, saborea el botellín, y al terminarlo se dirige a ellos con voz indiferente.
–Pablo: Me voy.
–Silvia: ¿Y eso?
–Luis: (a pleno pulmón) “Me levanté hasta los huevos de vivir”
–Pablo: A casa para recoger a Belén. No quiero que se enfade.
–Silvia: (otra vez) ¿Y eso?
–Pablo: Cosas mías. ¿Cuál es el plan de esta noche?
–Luis: (como un gallo en declive) “Me levanté...”
–Silvia: (empujando a Luis que sigue en sus trece) Por lo pronto esperar a que lleguen Laura y Rafa dentro de más o menos... –hace un ligero cálculo mental en el reloj de Pablo– una hora. Después ya veremos.
–Pablo: Entonces nos vemos aquí.
–Luis: (ya calmado al terminar la canción) Dame un beso, abogado. El beso de Judas.
–Pablo: (sin mirar a Luis, sólo a Silvia) Hasta ahora.
–Silvia: Adiós.
–Luis y Silvia se quedan solos–
Silvia se tumba en el sofá y se acaricia sus pechos. Luis se dirige al frigorífico en busca de otra cerveza, pero no hay y el vacío le confunde hasta que al cerrar la puerta de la nevera casi tropieza con la botella de whisky (que seguía apoyada sobre la silla en equilibrio inestable) mientras Silvia sigue en lo suyo.
–Luis: ¡La hostia! (abraza el whisky y se sirve un chupito en el mismo botellín)
–Silvia: (ya de pie señalando su escote) ¿Te gustan?
–Luis: ¿Por qué no?
–Silvia: Tú siempre has sido un radical en todo, sin término medio, o grandes o pequeñas, y las mías no sé cómo calificarlas.
–Luis: Recuerda que la puta soy yo, y que tú eres mi chulo.
–Silvia: (acercándose a él) ¿Qué haces? (le quita el botellín, saca dos vasos del armario, coca–cola, hielos del congelador, y realiza la mezcla cargando levemente las copas; después se aleja y vuelve a tumbarse en el sofá; Luis saborea su whisky, sube aún más el volumen de la música, y se hace un hueco al lado de Silvia)
–Luis: Las tienes preciosas (sus manos moldean por fuera sus curvas hasta juguetear en círculo con sus dedos sobre los pezones exaltados de Silvia que le mira a los ojos con una ausente expresión de agradecimiento)
Ya sentados prosiguen lanzándose caricias, disfrutando de la música, el alcohol, y un par de cigarrillos hasta que se escuchan unos fuertes golpes en la puerta, y Silvia se levanta a abrir pensando que es Laura, pero en su lugar aparece su vecino.
–El viejo: ¡Ya está bien de molestar con tanto ruido! ¿O acaso pensáis que estoy sordo?
–Silvia: No se queje y pase dentro –le invita a entrar dándole una cariñosa palmadita en la espalda–. Que ya nos conocemos. ¿Qué quiere?
–Luis: (desde el sofá y alzando su vaso) ¿Qué hay viejo? ¿Funciona la Viagra?
Silvia se ríe, pero al instante disimula y le lanza una mirada de reproche a Luis justo cuando el viejo alza su bastón hacia él como si esgrimiera una espada en dialéctico juego del lenguaje.
–El viejo: Un poco de respeto, niño, que podría ser tu padre.
–Luis: Por eso lo digo, my darling, y no se me altere con el bastón no vaya a darle un ataque al corazón por mi culpa.
–El viejo: Luisito, Luisito... (y mirando de nuevo a Silvia) ¿Cuándo harás de él un hombre?
–Luis: (tarareando) Abuelito dime tú...
–Silvia: No tiene remedio. Pase de él. ¿Y bien? ¿Qué se le ofrece?
–El viejo: Divina juventud... Nada –bajando los ojos– Sólo otra cerveza.
–Silvia: Pues no quedan, pero puedo ponerle una copa. ¿Se anima?
–El viejo: (con los ojos brillantes) Si no queda más remedio...
Luis mientras ha encontrado la caja de la cinta de vídeo y enciende la tele.
–Luis: Esta vez has elegido una excelente película, viejo, y geniales actrices, no veas. Silvia, toma nota.
–Silvia: Ya quisieras tú.
–El viejo: (rechazando la coca–cola; sólo whisky) Aprovecha, Luisito, y no manches el sofá.
–Luis: ¿Por qué? ¿A ti te ocurre eso a menudo?
–Silvia: No empecemos.
El viejo apura la copa en dos tragos, se sirve otra, y habla con Silvia bajando la voz.
–El viejo: Me recuerdas tanto a mi princesa... Tenía tu edad cuando murió. Desde entonces han pasado los años y ya nada tiene sentido. Nada. ¿Sabes? Todavía la veo cruzar aquella calle alejándose de mí –Silvia cierra los ojos y empieza a volar–. Si no nos hubiera dejado su madre... Si yo no hubiera sido tan intolerante y represivo con ella... ¿Pero qué sabía yo? Todas las noches la veo en mis sueños pidiéndome ayuda. ¿Por qué? –unas lágrimas resbalan por su rostro diluyéndose en el whisky; la cabeza le da vueltas y apoya su mano sobre la de Silvia que no hace nada para impedir el delirio reincidente de un pasado destructor–. ¿Princesa?...
–Silvia: (con voz ahogada) ¿Sí?
–El viejo: Lo siento mucho –sus ojos transmiten desnuda esperanza irreal– y te pido perdón.
Hundida por una mezcla de ternura e hiriente esclavitud Silvia sufre de golpe los efectos del whisky, las cervezas, y el hachís, y no puede remediar sentirse en un infierno sin salida, un laberinto existencial de angustia y sinrazón.
–Silvia: No pasa nada. ¿Me oyes? Estoy aquí contigo, tu princesa, yo... –por los altavoces suena “Buscando una luna”– te absuelvo, papá (y le besa con dulzura la frente)
El viejo, turbado, sale del piso. Luis vuelve de la terraza donde fumaba en silencio. Silvia le abraza, pero él no comprende lo que ocurre y se despega de ella para sacar el perico y dispersar unas dosis sobre el cristal del marco de una fotografía de Silvia. Luego esnifan las rayas y cambian de música. Ella elige. Se escucha la voz de Sabina cantar su “Princesa” y con voz monótona Silvia repite las estrofas una y otra vez en su interior hasta vencer al silencio.
–Silvia: ¿Tú crees que ahora es demasiado tarde?
–Luis: No te comprendo. ¿Tarde para qué? ¿Lo dices por la canción?
–Silvia: (pensativa: para vivir) Dejémoslo, no he dicho nada.
–Luis: (que sigue dándole vueltas) ¿Lo dices por nosotros? –deja la copa en la mesa, apoya sus manos sobre los hombros de Silvia, y la mira fijamente con ojos de terror y dependencia.
–Silvia: (acaricia el rostro de Luis con una mano, con la otra sostiene su vaso casi vacío, y se vuelve de espaldas a él para no mirarle a los ojos mientras suspira) No empecemos.
–Luis: Te necesito, Silvia, y no te hablo de amor.
–Silvia: Ya. Como siempre –se sirve otra copa y Luis hace lo mismo.
–Luis: ¿Y tú? ¿Qué necesitas?
–Silvia: (por su cabeza sobrevuelan pensamientos confusos de soledad y de angustia, ausencia de respuestas, la náusea, el ser y el no ser, dioses y mitos, esperanzas dormidas) Nada... y todo a la vez. No lo sé, Luis, no lo sé. Y es tan injusto...
–La marcha de Luis y la llegada de Laura–
–Luis: (al observar la hora en el reloj del vídeo se da una palmada en la frente sin poder reprimir un exagerado gesto de sorpresa) ¡Joder, la madre que me parió!
–Silvia: ¿Qué ocurre?
–Luis: Nada. Que he quedado hace diez minutos y soy la hostia. Me tengo que ir.
–Silvia: Ya.
–Luis: Los negocios son los negocios y no tengo elección.
–Silvia: (más en tono de certeza que en tono de ruego) No quiero estar sola.
–Luis: (con prisa) Tú nunca lo estás.
–Silvia: Cierto, pero contigo es diferente.
–Luis: No me líes. Llego tarde. Adiós.
Silvia se queda unos segundos contemplando la puerta cerrada. Después se sienta en el sofá, apoya sus pies sobre la mesa, y cierra los ojos. Vacío. Anochece. Al poco tiempo suena el timbre y se levanta. Laura entra en el piso, y Silvia enciende la luz. “Tú nunca estarás sola”
–Laura: Anima esa cara, mujer –silencio–. ¿Ocurre algo?
–Silvia: Lo de siempre. ¿Por qué todo es tan difícil?
Laura (cabello rubio y rizado; rostro angelical, sonriente; ojos verdes y profundos; cuerpo rellenito que encaja a la perfección en su atuendo pasivo, indiferente, sin llamar la atención) aprovecha la pregunta para lanzar acusaciones sobre Luis que Silvia rechaza por superficiales y simples: el problema es suyo, sólo suyo, y Luis en todo caso sería un accidente, un efecto, pero no la causa.
–Laura: Me acabo de cruzar con Luis en el portal. Parecía llevar prisa.
–Silvia: Sí; se le hizo tarde.
–Laura: Cada vez tengo más claro que ese chico acabará por mal camino, y temo que te arrastre a ti con él.
–Silvia: (termina su copa y le ofrece una a Laura, pero ésta sólo quiere coca–cola. Encienden dos cigarrillos y continúan hablando sobre el tema) ¿Por qué lo dices?
–Laura: Demasiados trapicheos. Demasiado descontrol. No se puede vivir sin rumbo fijo.
–Silvia: (a la defensiva) ¿Estás hablando de él o de mí?
–Laura: Ya sabes que tú eres diferente.
–Silvia: No. No lo sé. Siempre juzgas a los demás con una simpleza o desconocimiento que en ocasiones roza el absurdo. Es más, si no nos conociéramos tanto pensaría que lo haces a propósito.
–Laura: (como siempre sin dejar de sonreír) Perdona, pero sólo digo lo que pienso, y Luis –Silvia niega con la cabeza anticipándose a sus palabras– no hace más que darme la razón con sus actos.
–Silvia: ¿Y por qué? ¿Acaso porque escapa a tu modélica visión de prototipo social y humano? ¿No comprendes que lo que tú condenas para él puede significar su salvación? ¿Por qué todo es tan difícil?
–Laura: Yo respeto a todo el mundo, pero eso no implica que simpatice con comportamientos que aunque lo intente no puedo comprender.
–Silvia: ¿Y quién te pide que lo hagas? Yo no defiendo a Luis, le acepto tal y como es y punto. No es cuestión de cambiarle, de obligarle a entrar en el buen camino (tu buen camino que para él puede ser diferente) sino sólo permitir que libremente decida lo que quiere hacer con su vida. ¿Me comprendes?
–Laura: Puede ser, pero no estoy muy segura.
–Silvia: Nosotras somos el ejemplo perfecto. Tú crees en Dios, aceptas el orden social establecido y vives acorde con él, desde siempre has esperado a tu príncipe azul, y aunque Rafa no lo sea te conformas con sus promesas de futuro: matrimonio, familia, estabilidad... porque así tu vida tiene un sentido: tu vida –hace una pausa y prosigue el diálogo con renovado interés–. Yo por el contrario no creo en nada, reniego de una sociedad injusta por naturaleza, confieso con pesar que el Amor no existe, y me rebelo contra el futuro porque me angustia el transcurrir del tiempo sin respuestas que den sentido a mi vida: mi vida. Y sin embargo nos aceptamos como somos. La libertad consiste en eso.
Apagan los cigarrillos en el cenicero. Silvia se va al baño mientras Laura, ahora sí, se sirve un whisky. Al minuto reanudan la conversación.
–Laura: ¿Y qué me dices de Pablo? Con él eras feliz.
–Silvia: (media sonrisa de nostalgia) ¿Y ahora no lo soy? Pablo ha cambiado mucho hasta transformarse en una persona completamente diferente a la que era, y no le culpo, no, sin embargo...
–Laura: ¿Ves? Aún sigues enamorada de él y te cuesta reconocerlo. No lo niegues.
–Silvia: En todo caso enamorada de su recuerdo. El olvido a veces traiciona a la razón.
–Laura: (mirándola fijamente) Por eso desde entonces tus relaciones se limitan al sexo y nada más: innumerables amantes de una noche, anónimo sacrificio del placer, fracaso y soledad...
–Silvia: Has vuelto a juzgar por defecto sin atender a causas objetivas.
–Laura: ¿Acaso me equivoco?
–Silvia: No empecemos.
Se levanta del sofá, y ante la desaprobadora mirada de su amiga empieza a quemar la china y se lía un nuevo porro. Después elige un compacto (Reincidentes: “Vicio”) y enciende la cadena de música a un volumen intencionadamente elevado.
Avanza la noche.
–Casi todos juntos–
Pablo y Belén acaban de llegar y sus rostros reflejan distancia, interrumpida discusión camuflada en la apariencia que sobresale en la mirada que Belén dirige a Silvia mientras ésta interpreta con desgana su papel de anfitriona y la botella de whisky velozmente se vacía, las conversaciones giran en ausente dirección, y el tiempo vuela con precisa indulgencia.
–Belén: (metro setenta y cinco; cabello largo, liso, moreno; ojos azul grisáceo y nariz rectilínea; rostro ovalado, agresivo, hermoso en su propia seriedad; labios apenas dibujados en una ausente sonrisa; cuerpo escultural bajo un vestido rojo que moldea sus curvas en perfecta simetría de sensualidad aplastante) ¿Podríais bajar la música? Lo siento, pero me da dolor de cabeza.
Silvia disminuye el volumen mientras lanza a Pablo una mirada compasiva.
–Laura: ¡Cuánto tiempo sin vernos! ¿Qué tal todo?
–Belén: Muy bien –abraza a Pablo por la cintura y le da un beso–. Cada vez a mejor. Estamos hechos el uno para el otro.
–Pablo: (buscando a Silvia bajo una llamada de auxilio) ¿Qué vamos a hacer?
–Silvia: Por lo pronto contactar con Rafa y con Luis. Después ya veremos (y sale por el pasillo en dirección al teléfono de su cuarto)
–Pablo: (dirigiéndose a Laura) ¿Qué tal en la escuela? Debe de ser difícil lidiar con los críos. ¿No? A su edad ya se sabe.
–Laura: Cierto, aunque lo curioso es que siempre me sorprenden. No hay día que pase sin que aprenda algo nuevo sobre ellos.
–Belén: Será cuestión de experiencia. Dudo que dentro de veinte años opines lo mismo.
–Pablo: Ojalá. Por otra parte los tiempos cambian y también las costumbres, las formas de ser y comportarse...
–Laura: Pero siempre serán niños...
–Belén: Mientras que tú envejecerás. Por eso te decía lo de los veinte años.
–Laura: No estoy del todo de acuerdo. De alguna manera yo también, gracias a ellos, seguiré siendo una niña. Ésa es mi esperanza.
–Pablo: Brindemos por ello.
(Silvia reaparece justo cuando suena el móvil de Laura)
–Silvia: Acabo de hablar con Luis.
–Laura: Ya era hora que llamaras. Cariño, espera un segundo –y dirigiéndose a Silvia– ¿Has quedado ya con Luis?
–Silvia: Sí. Dentro de cuarenta minutos en el Parque.
–Belén: Pablo; di algo.
–Pablo: A mí me parece bien. Los viejos tiempos nunca mueren.
–Silvia: Gracias.
–Belén: Si no queda más remedio...
–Laura: Sí, en el Parque, la esquina de siempre, un beso, adiós (guarda el móvil en su bolso y suspira de felicidad)
–Belén: Al menos esta noche no hace frío.
–Pablo: Y sólo será una botella. Tampoco es para tanto. ¿No crees?
–Silvia: No empecemos.
Y ella sale a la terraza mientras los demás recogen los botellines y los vasos, vacían los ceniceros, apagan la música (“Hartos de aguantar”) y Silvia contempla con asombro y emoción una inmensa luna llena a la que lanza caladas de humo despidiéndose del piso, y entregándose con absoluta sumisión al interrogante del silencio.
Fin del primer acto.