"A la Luna a merendar"
Sus ojos eran entre mar e índigo. Había aprendido -a base de mucho esfuerzo- a hacerse sola las coletas; en ellas, con gomas de alegres colores, recogía sus rizos castaños. Y sus escasos cinco años no habían sido suficientes para acabar con su inocencia. Su nombre era María, la niña que fue olvidada. Y su nombre de verdad, el que a ella le gustaba, Ereandil, que le inspiraba selvas con cabañas en la copa de los árboles, y ninfas, y elfos, y cascadas, y también olor a madera de cedro y a libro antiguo, y a tostadas -como aquellas que había probado un día en casa de Antón-, pero sobre todo le olía a libertad.
Él era Pablo. Sus papás eran ricos, o eso decía; no jugaba en la arena por si se manchaba la chaqueta nueva. Iba siempre empingorotado, con mucha gomina y un aire de superioridad clavado en las entrañas, inculcado sin duda desde el momento en que fue concebido. Soltó un ostentoso sonido que quería ser carcajada e hizo una mueca que soñaba ser sonrisa cuando ella le explicó que debía llamarla Ereandil.
-Los elfos cantarines sólo existen en tu cabeza, boba. -Le espetó, cruel.
Después de aquello, la niña no había mencionado su nombre, y se contentaba con que de vez en cuando alguien la llamara "oye, tú". Con todo, en su cabecita no abandonaba a los elfos, las ninfas y las hadas de los cuentos que su abuelo le narraba.
Pablo le caía bien. No importaba que la llamara boba y no tomara en serio sus fantasías, pues al menos él accedía de tanto en tanto a jugar con ella en el parque cercano, y el resto eran nimiedades que la niña podría pasar por alto con un poquito de esfuerzo. Además un buen día le había visto reír; se le iluminaron los ojitos negros con una chispa de vida inusual en él. Duró poco, pero fue suficiente.
A María, o mejor, Ereandil, le encantaba mirar la Luna. Sentía una gran fascinación por su peculiar brillo, por sus manchitas -que tan bien conocía ya-, por su aspecto sereno y tranquilo y por el halo de misterio que la envolvía.
-Oye, Pablo. ¿Se puede llegar a la Luna? -Cuestionó cierta vez la chiquilla, observando atentamente cómo el niño se entretenía tapando un hormiguero.
-Pues claro. -Respondió él, pensativo. -Claro que se puede. Con cohetes y todo eso.
Ella reflexionó durante un par de minutos que Pablo aprovechó para taponar del todo el hormiguero, no sin antes arrojar el zumo que le había sobrado de la merienda para que sus indefensas víctimas sufrieran.
-Pero... -dudaron las ensortijadas coletas- ¿si yo cogiera la escalera de Antón, llegaría a la Luna?
-¡Qué dices, boba! ¡Eso ya lo intentaron! ¿No ves que está muy lejos?
-Algún día podremos ir allí a merendar. -Afirmó, segura de sus palabras.- ¿Vendrás conmigo? -Quiso saber, y sus ojos azules estaban anegados de lágrimas por la emoción que suponía aquel viaje.
-¡Boba! ¡Más que boba! ¡Allí no se puede ir! ¡Vete, lárgate! -Estalló Pablo, harto de las niñerías de su compañera.
Afligida y enojada con su amigo, echó a correr hacia su casa. El mar lloraba. Y Pablo, aunque contrariado, siguió masacrando sus hormigas.
Varios días más tarde, tras mucho buscarla por todos los rincones y recovecos del lugar, Pablo la encontró en el tejado. Llevaba los pantalones rasgados por todas partes, no quedaba rastro de la gomina ni de su antigua altivez. A sus nueve años, había comprendido cuál era la excursión que tanto traía de cabeza a los mayores. Una gota de sudor le resbalaba por el rostro, ¿o quizá era una lágrima?
No supo qué decir. Cómo reaccionar. Sencillamente, se arrodilló a su lado y contempló la Luna llena. Acarició con cuidado, como si de porcelana se tratase, la rodilla de la que a él le pareciera la reina de las elfas, la más bonita a pesar de sus ropas harapientas y sus coletas mal hechas.
-Ereandil, ¿vendrás conmigo a merendar a la Luna algún día? -Murmuró, apenas sin voz.
Ella le tomó la mano, pero no dijo nada.
En la lejanía, con la leve luz del crepúsculo, distinguieron las figuras de sus padres.
-Mamá, yo sólo quería una escalera para ir a la Luna a merendar... La cogí prestada al tío Antón, ¿se habrá enfadado conmigo? Quería… -Se excusó la niña ante su madre, conteniendo los sollozos.
Aquella desconocida que nunca se había preocupado por ella y que ahora, sólo ahora, lloraba de alivio al verla sana y salva, escrutó su mirada. Los ojos eran entre mar e índigo. Había aprendido -a base de mucho esfuerzo- a hacerse sola las coletas; en ellas, con gomas de alegres colores, recogía sus rizos castaños. Y sus escasos cinco años no habían sido suficientes para acabar con su inocencia...
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