Cuando decidí aceptar la beca para estudiar aquí supuse que habría momentos para todos los gustos pero que, si las cosas no iban del todo mal, con el tiempo primarían los buenos recuerdos, seguramente mitificados, a base de ser repetidos hasta formar parte de un repertorio limitado de anécdotas encabezadas con el ya mítico
"Cuando yo estudiaba en Barcelona..."
Hace poco más de dos meses desembarcaba, expectante, en la ciudad donde había deseado vivir desde que era adolescente y, como acostumbra a ocurrir cuando uno cambia su lugar de residencia, mis relaciones personales se vieron alteradas, pasando a coincidir en espacio y tiempo con un número indefinido de individuos desconocidos que, en mayor o menor medida, han ido contribuyendo a hacer de ésta una vivencia inolvidable.
Se trata de personas con las que recorro parte de un camino que, quién sabe por qué razón, ha resultado ser común durante un determinado tramo; personas que hacen mi día a día especial, sin ser conscientes de ello, pues me regalan momentos mágicos de naturaleza intrascendente y me dibujan sonrisas pasajeras al compartir ese instante, superficial pero cálido, sin apenas conocerme y sin pedir explicaciones; personas que simplemente disfrutan de un ambiente exento de máscaras y de responsabilidades para con cualquiera de los demás sujetos que comparten ese vínculo, débil, pero tan reconfortante. Esas personas son, sin saberlo, cómplices de una relación circunstancial y transitoria, sin más función ni pretensiones que formar parte de un conjunto que sólo existe "aquí" y "ahora", evitando cualquier signo de amenaza al propio espacio personal.
Por ese y otros motivos, a día de hoy, muchas de mis sonrisas tienen varios nombres propios: Cristian, Pere, Marc, Manel, Ribi, Ori, Núria, Sonia, Paola, Sueco, Marta... y un largo etcétera de compañeros de viaje que dan sentido a todo este absurdo sin ni siquiera intentarlo.
Porque cada vez que estoy con ellos desearía parar el tiempo y que no llegase nunca la fecha de caducidad, anunciada de antemano.