Posted: 13 Jun 2006, 19:58
"SIN PREOCUPARSE"
Le enseñaron cómo pintar una flor roja con tallo verde;
le enseñaron cómo se escribía la a, la i, la u, e incluso
le enseñaron cómo se escribían las palabras;
le enseñaron a leer en voz alta y por dentro;
le enseñaron que con los lápices de colores se pintaba
y con el lápiz, a secas, se escribía; que los enunciados
iban de color negro y las respuestas, en azul;
que se corregía con el color rojo y que el verde era esperanza;
que si sacaba un diez sería mejor que un nueve.
Le enseñaron a sumar, restar, multiplicar, dividir,
y más tarde ecuaciones y luego ya no recuerda más
porque, autodidacta, aprendió a soñar.
Le enseñaron, más tarde, a pintar el cielo en un lienzo,
a recoger un recuerdo en un pedazo de papel,
y le dijeron que las palabras a veces tenían valor.
Un viejo diseñador le enseñó que las bragas verdes
no debían ir con pantalones blancos; y bajo la luna,
en un parque, alguien (qué importa quién) le enseñó
a aprender a amar.
Ella decía, sí, sí, y miraba su diez marcado en rojo,
o en verde si la profesora era Asunción;
y en la recepción del colegio la conocían porque era
responsable, y se le podía mandar a por fotocopias.
Los niños intentaron enseñarle a jugar, pero no lo lograron,
porque ella sólo había aprendido a decir, sí, sí, y soñar.
Preguntó a un profesor por qué el enunciado en negro,
por qué la respuesta en azul y la esperanza en verde,
y él pensó.
Pasaban años y Mabel le enseñó un piano;
explicó
que las teclas negras eran sostenidos y las blancas, no;
y ella se limitó a pasear la yema de los dedos por encima
de las teclas negras, porque creía que sostendrían sus sueños.
Los niños del parque ya no jugaban, pero no importaba,
porque había otros niños que sí lo hacían, y estaba bien.
La cámara se oxidó y sus padres le regalaron otra,
ella, desconcertada, fotografió la vieja cámara oxidada
para guardarla y que no se emborronara en sus recuerdos.
También fotografió la pata de un banco, una nube enrojecida,
los restos de un cigarro, una batalla perdida,
un pez cadavérico tirado en medio de una rambla,
y un insecto viajero posado encima de una flor,
y el banco de una calle porque le pareció normal, y
una bailarina de ballet, y un zapatero trabajando,
y la luna sonriendo, y un payaso comiendo helado;
pero no pudo fotografiar nunca una carcajada,
ni el sonido de una fuente, ni el pilar que sostiene un sueño.
Por eso, por eso…
por eso un día abandonó la cámara de fotos
en el baúl de los recuerdos,
junto con todos los álbumes de fotografías,
los lápices de colores y las faldas de volantes.
Al día siguiente, apareció. Y con él, ella.
Él iba vestido de un blanco impoluto, y a su lado caminaba…
Ella.
Ella,
ella ostentosa, ella trajeada de negro,
ella orgullosa de ser quien era:
una estilizada y elegante dama,
ella, una pluma.
Algo más tarde el olor a café y tostadas
inundaba cada mañana la cocina;
el olor a café en la panadería;
el olor a café en cualquier bar,
fundido con el de la tinta oscura
que hacía brotar tantas cosas
que ella no hubiera podido imaginar…
Y podía usar los lápices de colores para escribir,
al lado de una taza de café;
y podía crear inhóspitos mundos imaginarios,
al lado de una taza de café;
o mirar dentro de su corazón y calcarlo,
todo al lado de una taza de café,
como le habían dicho que hacían
las grandes escritoras… sí, sí.
Luego su ambiente se redujo a pinceles,
lienzos, aceites, pintura, olores ya familiares,
y aprendió a pintar sueños, a pintar cielos,
a pintar atardeceres, y playas, y lágrimas,
y a pintar colores;
pero nunca supo trazar una línea incierta,
nunca supo dibujar tal como un niño.
Finalmente, cansada de llevar a cuestas cámara,
y trípode, tarjetas de memoria, baterías, fundas y carcasas;
cansada de llevar a cuestas caballete, pinceles,
aceites, pinturas, lienzos y la fórmula del surrealismo;
cansada de la opacidad de la taza de café, de la arrogancia
de la dama pluma, del frío y distante papel de nieve y sus tachones;
cansada de ir de acá para allá con los sueños a cuestas,
y cansada de aquella vida de caracol,
se acercó al piano y rozando con la yema de los dedos
una tecla negra,
suspiró.
Lanzó notas al viento con la esperanza de que,
en alguna parte, en algún país, en algún reino de nieve,
alguien hiciera lo mismo.
Así, con las vibraciones de su voz aún tiritando en el ambiente,
y su corazón ligero de equipaje, tan liviano, tan transparente,
salió a la calle y respiró el ambiente a lluvia…
Y entonces, sólo entonces,
gritó.
Cinco segundos más tarde, había aprendido a jugar
sin ni siquiera preocuparse de soñar.
Le enseñaron cómo pintar una flor roja con tallo verde;
le enseñaron cómo se escribía la a, la i, la u, e incluso
le enseñaron cómo se escribían las palabras;
le enseñaron a leer en voz alta y por dentro;
le enseñaron que con los lápices de colores se pintaba
y con el lápiz, a secas, se escribía; que los enunciados
iban de color negro y las respuestas, en azul;
que se corregía con el color rojo y que el verde era esperanza;
que si sacaba un diez sería mejor que un nueve.
Le enseñaron a sumar, restar, multiplicar, dividir,
y más tarde ecuaciones y luego ya no recuerda más
porque, autodidacta, aprendió a soñar.
Le enseñaron, más tarde, a pintar el cielo en un lienzo,
a recoger un recuerdo en un pedazo de papel,
y le dijeron que las palabras a veces tenían valor.
Un viejo diseñador le enseñó que las bragas verdes
no debían ir con pantalones blancos; y bajo la luna,
en un parque, alguien (qué importa quién) le enseñó
a aprender a amar.
Ella decía, sí, sí, y miraba su diez marcado en rojo,
o en verde si la profesora era Asunción;
y en la recepción del colegio la conocían porque era
responsable, y se le podía mandar a por fotocopias.
Los niños intentaron enseñarle a jugar, pero no lo lograron,
porque ella sólo había aprendido a decir, sí, sí, y soñar.
Preguntó a un profesor por qué el enunciado en negro,
por qué la respuesta en azul y la esperanza en verde,
y él pensó.
Pasaban años y Mabel le enseñó un piano;
explicó
que las teclas negras eran sostenidos y las blancas, no;
y ella se limitó a pasear la yema de los dedos por encima
de las teclas negras, porque creía que sostendrían sus sueños.
Los niños del parque ya no jugaban, pero no importaba,
porque había otros niños que sí lo hacían, y estaba bien.
La cámara se oxidó y sus padres le regalaron otra,
ella, desconcertada, fotografió la vieja cámara oxidada
para guardarla y que no se emborronara en sus recuerdos.
También fotografió la pata de un banco, una nube enrojecida,
los restos de un cigarro, una batalla perdida,
un pez cadavérico tirado en medio de una rambla,
y un insecto viajero posado encima de una flor,
y el banco de una calle porque le pareció normal, y
una bailarina de ballet, y un zapatero trabajando,
y la luna sonriendo, y un payaso comiendo helado;
pero no pudo fotografiar nunca una carcajada,
ni el sonido de una fuente, ni el pilar que sostiene un sueño.
Por eso, por eso…
por eso un día abandonó la cámara de fotos
en el baúl de los recuerdos,
junto con todos los álbumes de fotografías,
los lápices de colores y las faldas de volantes.
Al día siguiente, apareció. Y con él, ella.
Él iba vestido de un blanco impoluto, y a su lado caminaba…
Ella.
Ella,
ella ostentosa, ella trajeada de negro,
ella orgullosa de ser quien era:
una estilizada y elegante dama,
ella, una pluma.
Algo más tarde el olor a café y tostadas
inundaba cada mañana la cocina;
el olor a café en la panadería;
el olor a café en cualquier bar,
fundido con el de la tinta oscura
que hacía brotar tantas cosas
que ella no hubiera podido imaginar…
Y podía usar los lápices de colores para escribir,
al lado de una taza de café;
y podía crear inhóspitos mundos imaginarios,
al lado de una taza de café;
o mirar dentro de su corazón y calcarlo,
todo al lado de una taza de café,
como le habían dicho que hacían
las grandes escritoras… sí, sí.
Luego su ambiente se redujo a pinceles,
lienzos, aceites, pintura, olores ya familiares,
y aprendió a pintar sueños, a pintar cielos,
a pintar atardeceres, y playas, y lágrimas,
y a pintar colores;
pero nunca supo trazar una línea incierta,
nunca supo dibujar tal como un niño.
Finalmente, cansada de llevar a cuestas cámara,
y trípode, tarjetas de memoria, baterías, fundas y carcasas;
cansada de llevar a cuestas caballete, pinceles,
aceites, pinturas, lienzos y la fórmula del surrealismo;
cansada de la opacidad de la taza de café, de la arrogancia
de la dama pluma, del frío y distante papel de nieve y sus tachones;
cansada de ir de acá para allá con los sueños a cuestas,
y cansada de aquella vida de caracol,
se acercó al piano y rozando con la yema de los dedos
una tecla negra,
suspiró.
Lanzó notas al viento con la esperanza de que,
en alguna parte, en algún país, en algún reino de nieve,
alguien hiciera lo mismo.
Así, con las vibraciones de su voz aún tiritando en el ambiente,
y su corazón ligero de equipaje, tan liviano, tan transparente,
salió a la calle y respiró el ambiente a lluvia…
Y entonces, sólo entonces,
gritó.
Cinco segundos más tarde, había aprendido a jugar
sin ni siquiera preocuparse de soñar.